No cabe duda de que el fútbol es el deporte rey. Pese a no ser un deporte excesivamente mayoritario ni popular en países de gran relevancia en términos de población, como Estados Unidos, China, la India o Canadá, su hegemonia en Europa, América del sur, África y gran parte de Asia es incontestable. Con más de 3.000 millones de seguidores repartidos por todo el globo, el fútbol es un fenómeno global que trasciende culturas, religiones y etnias para definir un espectro único de amantes de un hermoso juego, un hermoso juego que nace en las calles y barriadas más pobres y acaba por reunir multitudes en abarrotados y lujosos estadios para presenciar las auténticas batallas de gladiadores de nuestros días enfundados en camisetas representativas de ciudades o países … representativas, en cualquier caso, de muchísima gente.
Por añadir un dato, durante la final del mundial de Sudáfrica en 2010, alrededor de 909 millones de personas sintonizaron, al menos durante un minuto, sus televisores para presenciar el choque entre españoles y holandeses. Pues bien, todos estos datos de seguimiento y participación mediante plataformas online fueron ampliamente superados por la cobertura del mundial de 2014 en Brasil, que rondó los 3000 millones de espectadores totales, a lo largo de cada una de las etapas de la competición. Estos tímidos datos no buscan más que poner de relevancia que el fútbol, como tal, como deporte rey, parece no depender de nada ni de nadie, de ninguna institución o jugador para seguir manteniéndose en su trono. Mientras haya una pelota en el patio del colegio, en el descampado del vecindario, o en el pabellón del barrio, todo irá bien… En teoría.
Hace ya algunos años que el futbol de máximo nivel dejó de ser un deporte para convertirse en un entretenimiento. La filosofía americana del show business y el entertainment tiene como pivote central el deporte, y en europa estamos condenados a seguir la misma tendencia. Es inevitable. Concretamente en España, el peso del marketing y la parafernalia ha llegado a niveles kafkianos. Las diferencias entre presupuestos son dramáticas, incluso entre clubes de la misma categoría. Madrid y Barça, con leves incursiones de otros como el Atleti, Valencia o Sevilla, ejercen un dominio excesivo sobre la competición local. El desbarajuste presupuestario entre el primero y el séptimo de la liga es desmesurado, no hablemos ya del vigesimo-quinto, o de los clubes que aspiran a subir desde segunda. Los dos grandes monopolizan la actualidad deportiva en todos sus soportes, maniobran con mas autoridad que nadie en los mercados, abarcan funciones sociales con cada vez más recurrencia y por supuesto, pagan mejores salarios que nadie.
Por estos motivos, hace unos años que La Liga comenzó a ser aburrida. La mayoría de los partidos no ofrecían especial espéctaculo; más bien, eran tediosos. Si eres del Barça o el Madrid, y especialmente si vives en la capital o en la ciudad condal, quizá el escenario no haya afectado tanto … pero es un hecho que la diferencia entre posibilidades hirió de muerte a los equipos más ‘modestos’. La falta de competitividad de una liga que insistía en ser vendida como la mejor del mundo era alarmante, los jugadores no venían, y si venían, se iban. Los prestamos de los bancos ahogaban a clubes que no eran suficientemente atractivos para pujar por los contratos televisivos y publicitarios más jugosos, que recaían siempre en manos de los dos titanes. Los precios de las localidades en los estadios son definitivamente abusivos, mucho más elevados que el valor medio de las entradas en otras ligas europeas, especialmente en una etapa de dificultades económicas, y los campos no tardaron en vaciarse. En definitiva, nos encontramos con un panorama desalentador: un campo semi-vacio, un equipo desestructurado y desmotivado, ante un rival en idénticas condiciones, y sin recibir más que unas migajas de atención mediática.
Los años de mitad de década pasada, entre el 2005 y el 2008 más o menos, fueron de especial intranquilidad. El fútbol presenciaba el declive de una generación de jugadores talentosos, como Ronaldo, Zidane, Maldini, Oliver Kahn, Nedved, Del Piero o Raúl, que parecía no encontrar relevos adecuados. La incursión de nuevos talentos solía ser sucesiva y estacional, como el caso de Ronaldinho, Kaká o Fernando Torres, y, a grandes rasgos, no se encontraban estrellas en el firmamento. Había grandes, grandísimos jugadores … pero no auténticos astros, jugadores que aúnen calidad sobre el campo y carisma fuera del verde durante el tiempo necesario para que la prensa y la masa social se encaprichen contigo de manera irrevocable … hasta que pasó lo que tenía que pasar.
Todos los deportes han tenido al menos una rivalidad de época. En el baloncesto, tenemos la rivalidad entre Magic Johnson y Larry Bird, que transportó la antigua disputa Lakers vs Celtics, costa oeste vs costa este, progreso vs tradición, a una nueva dimensión global que acabó por convertir a la NBA en la inmensamente inmensa máquina mediático-deportiva que es hoy. En boxeo, encontramos legendarios duelos y dinastías, como la tensión entre Tyson y Holyfield, la trilogía de combates entre Micky Ward y Arturo Gatti, o sobre todo, la rivalidad representada en forma de tres discusiones a ostia limpia entre Muhammad Ali y Joe ‘Smoking’ Frazier. En tenis, con los siempre emocionantes y disputados duelos entre Rafa Nadal y Roger Federer, o la desarrollada hace unas décadas entre John McEnroe y Bjorn Borg, que acumularon hasta 14 encuentros. O cómo olvidar la sobria y casi negra rivalidad entre Anatoly Karpov y Gary Kasparov ante un tablero de ajedrez.
En el balonpie, el debate sobre quién era el mejor jugador de todos los tiempos siempre fue intergeneracional. Que si Pelé, que si Maradona, que si Cruyff, que si Di Stefano … Siempre nombres de distintas épocas que, por un motivo u otro, no habían podido medir sus fuerzas en escenarios similares. Los años pasaron y distintos reyes ocuparon de manera efímera el trono de Rey del Fútbol, durante el tiempo que la trituradora mediática, el peso de la presión o el hedonismo tardaran en hacerle abandonarlo; lo que pasara primero. Hasta que llegaron Messi y Cristiano. O hasta que llegaron Cristiano y Messi. Puedes poner al que prefieras por delante … en cualquier caso, no se entiende al uno sin el otro, ni al otro sin el uno. Cuando el fútbol estaba huérfano de emoción … toma dos tazas.
Basta con decir que Italia fue la ganadora del mundial de 2006, y que Paolo Cannavaro fue elegido el Ballon D’Or de esa temporada, para hacerse una idea de que no era una etapa donde abundase el talento ni el espectáculo. Por aquel entonces, Leo Messi ya asomaba por los entrenamientos del primer equipo del Barça, donde era mimado por todos, desde Frank Rijkaard hasta el jardinero, pasando por los capitanes y el crack mundial del momento, Ronaldinho. Todos sabían que ese introvertido renacuajo argentino podría acabar siendo muy grande … aunque no creo que nadie hubiera apostado a que acabaría ganando (hasta el momento) 4 balones de oro. Por otro lado, Cristiano salía de su país natal rumbo Manchester, donde vivió un proceso que le transformó de niñato egocéntrico obsesionado con las florituras y la güasa, a jugador total, líder de un equipo ganador de la Champions y, a la vez, icono de marketing global. Eran la antítesis el uno del otro. Uno carismático, el otro tímido. Uno de físico poderoso, otro de cuerpo más pequeño y escurridizo. Uno sonríe, el otro agacha la cabeza, aunque en ocasiones se le escapen sinceras muecas de diversión sobre el campo … Pero los dos extremadamente buenos. Buenos hasta decir basta. Y una vez que dices basta, pues más buenos todavía. Jugando uno en el Barça, era cuestión de tiempo que el otro viniera a jugar al Madrid.
Y así fue. Florentino Pérez mediante, Ronaldo aterrizó en el Bernabéu. Era la vuelta del ‘tito Floren’ a la presidencia blanca tras su accidentada huida en su primer mandato. Ahora volvía con un propósito, como si de un mesías se tratara; el de devolver al club de Chamartín a su legítimo puesto como soberano del futbol español, europeo y mundial, tras unos cuantos años donde el Barça de Ronnie, Eto’o, Deco y compañía le habían ganado la partida a un Real Madrid presidido por Ramón Calderón que no era tan atrevido y exquisito en sus fichajes ( Royston Drenthe, Emerson, Gago o un muy mermado Cannavaro son buena prueba de esta política de fichajes, que también incluía buenos movimientos, como Higuain, Marcelo o Van Nistelrooy, y jugadores que no alcanzaron su mejor nivel en el club blanco, como Sneijder y Arjen Robben). De un plumazo, Floren revolucionó el mundo del futbol volviendo a dotar al Madrid de la mejor plantilla de Europa. Junto a Ronaldo, llegaron Kaká, Xabi Alonso y Karim Benzemá, para competir con el flamante Pep Team de Messi, Xavi, Iniesta y el también recién llegado Ibrahimovic, que acababa de ganar el triplete y se dirigía a completar su temporada perfecta con los seis títulos posibles. Leo y Cristiano ya tenían a su ejército, era momento de luchar.
En aquella etapa, el estilo de juego del barça de Guardiola era casi universalmente aclamado y admirado. Con jugadores bajitos y de toque, y un juego basado en la posesión y la presión a la salida del balón rival, el equipo iba dejando en la cuneta cuantos rivales osaban atentar contra su hegemonía. Por otra parte, Cristiano jugaba en el Madrid de los millones, un club forjado a base de talonario. Su carácter arrogante y presumido no convencían a buena parte del público, y el haber sido el jugador más caro de la historia en un momento economico y social tan delicado en nuestro país no ayudó en absoluto a mejorar su imagen. La única manera de labrarse una buena prensa y ganar el cariño y respeto de su público era rindiendo a un nivel excelso, y él sabía que tocaba ser paciente y trabajar duro. Mientras tanto, Messi se aburría de recoger galardones invidivuales, de levantar títulos colectivos y, en definitiva, de acaparar elogios y piropos de prensa, afición y compañeros del mundillo.
La rivalidad alcanzó su climax en la temporada 2011-2012. Cristiano marcó 46 goles en 38 partidos, y Messi, con dos cojones, le superó con ¡¡¡50!!! en 37 encuentros. Al año siguiente, anotaron 34 y 46 respectivamente en Liga. La temporada pasada, Messi se quedó en 28 y Ronaldo llegó a los 31. Esta temporada, a 5 de Marzo, Cris lleva 30 goles en 22 partidos y Leo 27 en 25. Absolutamente escandaloso. Hace una década, era común que el máximo anotador de la temporada se acabara llevando el pichichi con unos 25 goles ( en la temporada 2001-2002, por ejemplo, el premio fue para Diego Tristán con 21). Pero estos dos son capaces de marcar 25 sólo en la primera vuelta. Pulverizan récords en sus clubes, en liga, en champions … rompen registros históricos, por temporada o en proporción partidos/goles … no hay estadística que se les resista ni record que les aguante mucho el pulso. No hay situación que les haga disminuir su nivel, no hay mala etapa que no acaben por superar. Ni problemas con hacienda, ni insultos de la grada. Ni rupturas de pareja, ni entrenadores cabrones. No hay nada que haga que estos dos bichitos bajen su nivel y su rendimiento, y me atrevó a pronosticar que eso no pasará mientras ambos sigan en activo.
Y es que la clave de su excepcional rendimiento hay que buscarla en la retroalimentación que se proporcionan. Cristiano, ser ególatra y demencialmente competitivo, debió pasarlo realmente mal durante esos años en que los méritos y los premios iban a parar a manos de la Pulga. Ronaldo nunca ha sido muy apreciado en las oficinas de la FIFA, en parte por su comportamiento en ocasiones provocativo, y en parte, una vez más, por la figura de su contrapunto argentino. Messi, en oposición a Cristiano, es discreto, modesto, solemne, casi invisible. No es común verle enfadado, y mucho menos en actitud agresiva o burlona. Como mucho, se agarra inocentes pataletas por no recibir el balón, por no ser la primera opción en algún tramo puntual, o por cualquier otra tontuna de transitoria tensión y fácil solucion. Para acabar de decantar la balanza, en aquellos años el espléndido rendimiento del luso era eclipsado por el arrollador estado de forma del de Rosario. Leo debe haber sentido una impotencia similar el año pasado cuando, por primera vez en su carrera, veía como un amplio sector de la prensa, el mismo que le había encumbrado con determinación, se giraba contra el y señalaba al luso de Madeira como el auténtico mejor jugador del planeta. Debió de sentirse frío. Por primera vez, le ponían a alguien por encima. Y eso a Leo, ser envidioso y demencialmente competitivo, no le debió sentar nada bien. El camarote de los Hermanos Marx en que se había convertido el vestuario blaugrana de la temporada del ‘Tata’ Martino y un puñadito de problemas personales llevaron a Leo a evidenciar un bajón tanto de forma como de ánimo, ocasión que no dejó pasar CR7 para pisar el acelerador hacia la décima blanca a base de goles y un juego abusivo. Messi comprendió cuán severo y asqueroso puede llegar a ser el comportamiento de la prensa a la mínima que des menos de lo que acostumbras. Y ese problema de expectativas es ciertamente caótico cuando te mueves por niveles de excelencia tan altos.
Por eso ambos se necesitan. Se llevarán peor o mejor, pero ambos saben que se necesitan. Porque … ¿de que sirve ser el mejor si no puedes probarlo con nadie ? Ambos saben que sólo son buenos en la medida en que son mejor que el otro. Es su suerte y su maldición. Por eso cada uno defiende la chamarra de los dos archienemigos del futbol español. Por eso vino Cristiano a España. Ambos se echan el guante y ambos lo recogen.
Durante la gala de entrega del último balón de oro, se produjo en Zurich un tierno encuentro entre Ronaldo, el hijo de éste, y Messi, que por fortuna fue captado por las cámaras. El pequeño Ronaldo quería saludar a Messi, pero le daba tanta verguenza que quedó paralizado. Leo se da cuenta, se acerca, y lo saluda y acaricia. Cristiano le explica que su hijo ha visto videos suyos en internet y que siempre pregunta por Leo. El pequeño está creciendo, y se ve que comienza a tomar conciencia del mundo en el que se criará, de la dimensión real del fútbol y del papel de su padre dentro de este deporte. Este sincero acto resulta trascendental en la evolución de la relación entre las dos futuras leyendas. Nada como la inocencia de un niño para unir a dos hombres presentados desde el día uno como enemigos. Durante todo el patiburrillo previo a la gala, en entrevistas y comparecencias de prensa, ambos no dejaron de tirarse piropos y de mostrar un tono ciertamente cordial y respetuoso, muy distinto al clima de recelo y desprecio que existía antes entre ellos, intencionalmente exacerbado en la época de José Mourinho en el Madrid. Por aquel entonces ni se miraban. Sin duda alguna, se odiaban. Y de ese odio nacerá el respeto, y quien sabe si, en el futuro, una sincera amistad. Ambos se odian porque el principio de uno significa el final del otro. Tan grande que sea uno, tanto que se tendrá que esforzar el otro. La competición en su máxima expresión
Quizá algún día, como decía, Cristiano y Messi acaben por ser amigos. Acaben por entender el enorme impacto que han tenido sobre un deporte que tiene, a su vez, un profundo impacto en la sociedad. Sus desmesurados salarios van en concordancia con la exagerada ilusión y satisfacción que han proporcionado, proporcionan y proporcionarán a todos los yonkis del circo romano de nuestros días. Más allá de estos asuntos socio-políticos, para todos los que simplemente son amantes del genuino espíritu del deporte y la competencia, estos dos son un regalo. Un regalo que debemos disfrutar, porque más temprano que tarde ya no estarán, y nos pasaremos la vida recordando en triviales conversaciones durante apacibles momentos de descanso con amigos y descendientes las jugadas, los detalles, los triunfos y la leyenda de dos deportistas únicos en una coexistencia temporal irrepetible. Quizá acaben siendo amigos porque, ante todas las cosas, ninguno sabe mejor que el otro cómo de fría e inhóspita es la soledad que conlleva ser el mejor.