Imagina una noche en el teatro.
Eres una mujer.
Tienes que ir al baño, pero cuando llegas, hay una cola larguísima. Además, dos de los seis retretes están fuera de servicio.
Miras a un lado. El baño de caballeros está vacío. Ni un alma.
Y miras al otro lado. Tienes que esperar aún cinco turnos más. Esto es peor que la charcutería, piensas.
Nunca has sido de esas a las que le importa mucho la opinión de los demás. Al menos no más de lo sanamente aconsejable. Haces como que te vas.
Cuando pasas a la altura de la puerta del baño masculino, te paras. Miras atrás. Ninguna está mirando. Entras.
Un baño entero para ti. Pero debes ser rápida. Ya tienes una edad y una reputación que mantener. No es lo mismo que te pillen en el baño de los tíos en una discoteca cuando eres una cría, a que te pillen en el baño de caballeros en el teatro más importante de la ciudad un día de estreno. Eso lo entiendes.
Así que lanzada para el retrete más próximo a la puerta. Eso facilitará una huida express en caso de ser necesario. Una vez entregada a la labor, te entra la paranoia. ¿ Y si me encuentra alguien aquí ? Un cruce de miradas significaría tener que bajar la misma en caso de coincidir con la misma persona a la salida del teatro. O en cualquier otro lugar. Y dios nos libre de que esa persona sea un conocido. Un compañero de trabajo, por ejemplo. Te das cuenta de que la puerta del retrete individual se acaba unos cincuenta centímetros antes de llegar al suelo. Decides hacer un poco de contorsionismo y recoges los pies sobre la taza del retrete, quedando en una posición de sentadilla profunda descalza sobre la fría y resbaladiza taza, con los tacones agitándose en una mano levantada en el aire y el tanga por los tobillos. Muy elegante.
Comienzas a oír gente. Un grupo de hombres entra al baño. Calculas, por las voces, que son unos cinco. Parecen un grupo de amigos, o al menos falsos amigos que se han encontrado en el teatro. Y van todos juntos al baño, vaya panda de mierda. Oyes las puertas de tres de los baños adyacentes cerrarse. Ahora no puedes salir.
Algunos baños se vacían, pero solo por unos instantes hasta que se vuelven a utilizar, hasta quedar todos los retretes ocupados, así como, presumiblemente, los urinarios. Aforo completo. Y tu estás en posición de sentadilla encima de la taza. Desde fuera, aunque la puerta está cerrada, no parece que haya nadie, ya que no se observa ningún pie en el suelo si te asomas para mirar por debajo de la puertecilla. Y además no tienen fechillo. ¿Por qué no tienen fechillo? Tocan a la puerta.
No puedes responder. A ver, podrías. Podrías responder con tonillo simpático… Hola..! Y luego explicarte al salir. Que el baño de mujeres estaba ocupado. Que no te apetecía, o no podías, esperar. ¿Qué tan raro sería ? Somos personas, ¿no? Los baños deberían ser unisex. Si no hemos alcanzado ese nivel de avance como sociedad es culpa única y exclusiva de una minoría de indeseables que se dedicarían a acosar a mujeres indefensas en su momento más vulnerable. Por no hablar de la higiene y la limpieza de esos supuestos baños unisex. Aunque estos están bastante limpios … Tira por tierra todos los tópicos sobre los baños masculinos. Aunque debe ser porque es un teatro bueno, y llevan la limpieza y desinfección al dedillo. Tocan otra vez.
Para cuando estás a punto de comenzar a deliberar una vez más si es una buena idea responder o no, abren la puerta.
Imagina una noche en el teatro. Eres un hombre, y tienes que acudir al baño. No puedes más, después de la cantidad de cervezas que has tenido que empujar antes de venir para que se te haga un poco más ameno el proceso de preparación para acudir al teatro. Siempre lo has odiado. Tus padres te obligaban a venir de pequeño, y por eso lo odias. Como tantas otras cosas.
Pero a tus colegas les encanta venir. Les hace sentir más interesantes y molones. Más cultos, elegantes. Aporta un toque clásico y distinguido a tu personalidad. Ya sabes, a la personalidad que muestras a los demás. No a tu personalidad, personalidad. Además, suelen ser días bastante guays, en líneas generales. Cantidad de historias que contar. El grupo suele optar por opciones ligeras, alternativas y vacilonas. Pero hoy, por algún motivo, habéis venido al teatro más pijo de la ciudad. Alguien tenía entradas. Al parecer es día de estreno, y alguien tenía entradas. Si, eso es.
Total, que tiras p’al baño. Tus colegas te acompañan. Es de esas cosas raras que hacen y para la que no tienes aún explicación. Gusta hacerlo todo juntos.
Entráis al baño y es todo para vosotros. Hay que dar gracias a Dios de que la cosa no se haya ido de madre ahí mismo. Pero se consigue mantener la compostura.
Todos los baños están ocupados. Al menos eso parece indicar el hecho de que todas las puertas estén cerradas.
Así que te quedas fuera, apoyado en los lavabos, charlando. Te despistas y se cuelan. Te enfadas, pero lo dejas pasar. Al fin y al cabo has perdido un poco las ganas con tanta charla.
Pero con tanta charla te vuelven a entrar. Curioso desarrollo de acontecimientos. Total, que pones la mirada en la puerta del retrete más cercano a la puerta de salida del baño. Es la única puerta que estaba cerrada al llegar, y la única puerta que no se ha abierto desde que habéis llegado. Nadie ha salido o ha entrado de ahí. Por lo que a ti respecta, lo que se esconde detrás de esa puertecilla es un misterio. Por lo que a ti respecta, puede ser la puerta hacia una vida mejor.
Te acercas, tocas a la puerta. No hay respuesta. Tocas otra vez. Todo esto pasa en cuestión de dos segundos.
Te asomas por debajo de la puerta. No hay pies a la vista. ¿ Cómo no te has dado cuenta antes ? Todo esto se podría haber evitado. Vaya pérdida de tiempo. Y yo ahí apoyado como un pasmarote. Todo este proceso lleva unos cuatro segundos.
Abres la puerta.
Hay una mujer en posición de sentadilla profunda encima de la taza del retrete, descalza, con los tacones ondeando en una mano en el aire y el tanga tensado como la cuerda de una guitarra entre los dos tobillos. Está bastante colorada, sudando, y los ojos parece que están a punto de salir propulsados hacia el techo del baño.
Dices «disculpe, señor, pensé que estaba libre». Y cierras la puerta.
Todo este proceso ocurre en unos seis segundos.
Texto de Tarek Morales