Con voz propia

Trilero

Se levantó, fue al baño, y después bajo directo a la cocina, como cada mañana. Cogió un vaso de boca ancha y lo colocó debajo del grifo. Comenzó a beber y miró por la ventana hacia el jardín, como cada mañana. Y ahí estaba.

El mundo entero pareció parar durante unos instantes. Imposible saber cómo de largos fueron. Es en momentos como este cuando las personas comprenden que el tiempo no es más que un acuerdo social.

No entendía nada. Su cerebro trabajaba a marchas forzadas para encontrar un significado a la imagen que sus ojos estaban recogiendo. La tarea era urgente y de imperiosa necesidad. La realidad comienza a resquebrajarse en situaciones como esta, y pronto nos vemos sumidos en el más absoluto caos, la naturaleza última de nuestra existencia.

Ahora, al menos, ya era capaz de concebir lo que tenía delante. De darle forma. De ponerle nombre a ese fenómeno. Ahora venía la segunda parte de este largo proceso que tiene lugar en cuestión de segundos. Encontrar un argumento que justifique lo que vemos. Encontrar, una vez más, significado más allá de la percepción.

Pero por ahí si que no. Esa tarea se antoja imposible, atendiendo a las herramientas de las que disponemos. Es como intentar tirar un muro sin una maza, o como intentar levantarlo sin manos. Como intentar respirar sin aire. Si no se puede, no se puede, por mucho que las intenciones existan, por mucho que sean buenas. Si un plan está mal formulado no saldrá adelante no importa el empeño.

Así que es hora de aproximarse. Si los ojos no son herramienta suficiente para comprender el por qué detrás del qué, quizá los otros sentidos sí que puedan. No se le ocurría qué iba a poder solucionar con el olfato, el tacto estaba fuera de la ecuación en una situación como esta desde antes incluso de empezar. Quizá se mueve consciente de manera inconsciente de que el todo funciona de manera más armónica que cada una de las partes por separado. La armonía no puede ser una especialidad. La armonía es complejidad.

Abrió la puerta corredera del salón que daba al jardín. Avanzaba lento, como si el suelo fuera de hielo y pudiera romperse y a engullirle en cualquier momento. El silencio era un absoluto estruendo. Casi casi insoportable. Su sentido del equilibrio estaba afectado, y sentía como se le clavaban perdigones en el interior de las orejas.

Tardó más o menos un año en llegar desde la cocina al jardín. En cualquier otro día era una distancia que se podía recorrer en cuestión de unos cinco segundos.

Estaba fuera. El aire le golpeó como una ventisca con granizo. Pero estaba despejado, hacía sol y una buena temperatura. O eso decían los termómetros. Otra historia sería preguntarle a él. Pero ya estaba fuera y acercándose.

Aún a día de hoy, sigue sin entender lo que ocurrió. No entiende qué ocurrió, ni por qué ocurrió, ni por qué le ocurrió a él, de entre tantas personas. Tampoco puede entender la cantidad de problemas que le ha generado, ni la manera en que ha conseguido dejarlos atrás. Aún, a día de hoy, sigue sin entender nada.

Texto de Tarek Morales

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