A veces la sorprendo agazapada en lugares oscuros y me cuesta entender que se nutra de ciertas sustancias.
Odia que la siga; si la encuentro antes de que ella quiera se convierte en nieve y me deja helada.
Cuando ya no la espero aparece de repente, trayendo con ella la bocanada de aire necesaria para emitir la voz; le da igual que haya quedado, o tenga cosas que hacer, que sean las tres de la tarde o las cinco de la mañana. Si viene con ganas de guerra, le preparo café y la acaricio hasta que se calma.
Entonces me lee el porvenir en la palma de la mano, como una adivina de feria, y el dolor me parece algo más, la muerte un estado mental, la suerte una actitud: todo cobra otro sentido por obra y gracia de su presencia.
Cree que no sé que se burla de mí, y que la dejo estafarme.
Compro todo lo que quiere venderme, la miro como mamá me miraba a mí, la quiero a pesar de los pesares, con amor de perro.
Al final nos quedamos dormidas.
Cuando abro los ojos estoy sola y otra vez a la espera.
Miro disimuladamente entre las nubes, en la eterna disputa de los gorriones con las palomas por las migas de pan, la balanza que decide entre venganza y perdón, en la alegría propia y la ajena.
Busco su sabor en todo lo que como y en cada beso.
Paseo por el centro por si ha dejado alguna pista, creo verla en caras curtidas por la intemperie y siento que tengo romantizada la pobreza.
Al final aparece, justo cuando estaba a punto de confundir la poesía con la autoayuda, sin pedir perdón por haber tardado tanto, me estaba esperando escondida en el tatuaje que tiene en las costillas para darme una sorpresa, como esperan esas insólitas flores que crecen en el asfalto.
La inspiración se abre camino a toda costa, como la naturaleza.
Texto de Daniela Schiriak (@danielaschiriak)