¿Quiénes somos? Es una pregunta que ni siquiera la Posmodernidad ha podido resolver. Estamos hechos de identidades, de fragmentos de espejos que se reflejan entre ellos. Somos una especie de cesta de mimbre llena de estigmas. El sociólogo Erving Goffmanª definía el estigma como un atributo desacreditador. Un atributo que no depende de nuestra percepción para llenarse de negatividades sino que depende de la percepción que los demás tengan sobre él. Es decir, quiénes somos no depende tanto de nosotros, sino de cómo nos definen los demás. Esta fragmentación, esta ruptura de las grandes identidades y de los grandes estigmas que perforaban el alma de la humanidad, ya la descubrió Mary Shelley a principios del siglo XIX.
Se han escrito numerosos artículos, libros, análisis, discursos sobre Mary Shelley y su libro más conocido: Frankenstein o el moderno Prometeo. Todo lo que usted lea aquí seguramente ya se haya visto, dicho, oído o escrito. No he venido a descubrir la pólvora. Simplemente me apetecía escribir sobre un libro que marco mi alma y dejó hondas cicatrices en mí ser.
Mary Shelley, en esta novela, también se hace la pregunta de quiénes somos. Tenemos a Víctor Frankenstein que, asustado, huye incansablemente de su propia creación. El monstruo, moderno Prometeo, persigue a su creador para enseñarle la verdad del futuro. Su encuentro es inevitable y la muerte de ambos también. Creador y creación deben desaparecer para construir algo nuevo. Deben dejar el fuego a las bestias que se quedan en la oscuridad esperando a un nuevo mesías.
Frankenstein representa la identidad segura de sí misma, egocéntrica, única en su existencia. El individuo libre en su máxima expresión. No solo eso, sino también es una identidad que ama el progreso y que no teme a lo desconocido porque busca con ansia conocer. Frankenstein es un mundo hecho que avanza triunfal hacia su muerte. Este mundo viejo y orgulloso, donde la técnica sobrepasa la divinidad de un dios moribundo, crea otro mundo nuevo. Este nuevo monstruo, este Prometeo, está hecho de múltiples identidades, indefinido, feo, alejado del individuo porque es en sí mismo un colectivo. Esta bestia salida del progreso refleja la juventud de un mundo nuevo. El moderno Prometeo, lleno de estigmas, observa a su creador, tan perfecto y lleno de divinidad, y llora. El creador, al observar la imperfección que sus manos han creado, también llora.
El viejo mundo huye de su creación. Acercarse a ella significaría su fin. Su creación, abandonada en un entorno que no comprende, busca a su padre para exigirle explicaciones. ¿Por qué me has traído a este mundo? ¿Por qué me has hecho distinto? ¿Por qué tan imperfecto? ¿Por qué me has iluminado con la misma razón que te alumbra? ¿Cuál es mi propósito? ¿Cuál es mi fin?
Esta carrera incansable, entre lo que debe morir y aquello que ha de dar vida, refleja un cambio. Mary Shelley relata todo esto en una novela de terror porque todo cambio conlleva una crisis. Sobre todo ese terror es más que necesario si esa crisis no es material, sino espiritual. Mary Shelley expone una crisis existencial. El fin de un hombre y la llegada de otro nuevo. Un nuevo hombre que, alumbrado por el fuego de un moderno Prometeo que desea ser castigado, deberá construir una nueva humanidad.
El nuevo hombre contiene múltiples identidades que abren nuevos caminos de progreso. Pero también nuevos laberintos por resolver. El viejo hombre, que ya está muerto, solo debía preocuparse por mantener las apariencias en un statu quo muy delimitado. Un mundo ya constituido. Es decir, moribundo. El nuevo ser, nacido de las cenizas del monstruo, deberá derribar el antiguo statu quo y construir uno nuevo.
Mary Shelley aterrorizó a sus coetáneos con esta novela porque adelantaba un cisma civilizatorio de primer orden. La Modernidad iba a morir. La decadencia del viejo hombre ardía en las intensas llamas del fuego de la historia. Las bestias, alumbradas por el fuego de una nueva época, engullían ansiosas las ruinas de otros tiempos. Gramsci2 decía que cuando el viejo mundo se muere y el nuevo tarda en aparecer, en ese claroscuro es donde aparecen los monstruos. El moderno Prometeo es uno de ellos. De hecho, Frankenstein o el moderno Prometeo, es la terrorífica explicación de lo que uno puede encontrar en esos claroscuros. En esos lugares donde uno solo ve una parte, donde el todo nunca se materializa, donde lo desconocido asusta porque la luz que debería desvelarlo es demasiado débil.
Mary Shelley explica la destrucción de un mundo lleno de estigmas. Víctor Frankenstein es un ser inconformista que vive, atrapado por el estigma del progreso y la acumulación (en este caso de conocimientos), en un mundo que se ve capaz de domar a la Madre naturaleza. La creación del monstruo refleja la técnica de vestir lo artificial con características propias de lo natural. El moderno Prometeo no es más que una burda imitación. No es más que un simulacro del control que el ser humano dice tener sobre lo salvaje.
Huelga decir, que lo terrorífico no es el futuro que vaya a llegar, sino el cambio en sí. No dan miedo las ruinas que ya no aguantan la civilización. No dan miedo los pilares sobre los que se asienta un mundo nuevo. Nos horroriza el caos que se produce en el paso de una puerta a otra. Ese caos puede ser iluminado por el fuego de un nuevo Prometeo. El sueño de la razón produce monstruos y esos monstruos alumbrarán nuestros caminos hacia un nuevo mundo. El estigma de la humanidad es la búsqueda del eterno retorno al paraíso. En ese jardín ya solo quedan ruinas y las manzanas están podridas. Y nosotros también. Amén.
1. Estigma: la identidad deteriorada de Erving Goffman; Editorial Amorrortu; 2015.
2. Antología; Antonio Gramsci; Editorial Akal; 2013
Texto de Andrei Cristian Medeleanu – Let’s Read About It. @lets.readaboutit