Lanzó la llave en la cesta de mimbre que tenía sobre la mesilla y se arrancó el uniforme mientras el Pomerania, esponjoso y tirano, le mordisqueaba los pies.
Una vez enfundada en el pijama beige de unicornios, aterrizó sobre el sofá y dio dos vueltas a las principales plataformas de TV en streaming. Con la mano que le quedaba libre acariciaba al chucho malcriado que, acomodado contra su abdomen, gruñía si paraba.
Estaba indecisa entre dos series, así que mientras pensaba, dejó un documental sobre la teoría del universo en bloque, que afirma que todo está sucediendo al mismo tiempo eternamente. Le horrorizó porque se parecía demasiado a estar atrapada en lugares que no quería volver a pisar.
No.
El tiempo tiene que ser una flecha que va de atrás hacia adelante por nuestra salud mental, pensó, y se dispuso a buscar en Internet cualquier información que refutara esa hipótesis.
Así llegó sin querer a un artículo sobre la quinta fuerza de la naturaleza, que hace que el cosmos se expanda. ¨Los muones podrían ser el próximo bosón de Higgs¨ rezaba el título.
Se preguntó cómo había podido vivir sin saber eso, y ya puesta, pasó una hora intentando entender la razón de la existencia de masa en partículas elementales.
Cuando empezaba a dolerle la cabeza de tanto comprender, Google le arrojó una noticia sobre la luna rosa, un 12% más grande de lo habitual por estar 157 KM más cerca de la tierra. Se podría ver a las 5:30 de la madrugada, pero solo si las nubes, que no habían parado en toda la semana de llevar y traer chubascos, lo permitían.
De repente era importantísimo bañarse en esa luz.
No había una razón.
Lo consideró una de las tantas cosas que hacemos los animales por instinto.
Cenó atún y tomates de pie en la cocina y tomó café porque no pensaba acostarse. Le dio al chucho la última vuelta del día antes de que empezara el toque de queda sin cambiarse. El abrigo de primavera taparía la ropa de dormir.
Al volver hizo varias videollamadas, la más larga a su hermana, y cuando esta le colgó porque se le cerraban los ojos de sueño, dedicó un rato a limpiar el contorno de sus cejas de pelos nuevos, cepilló su media melena rubia y se lavó los dientes a conciencia.
Por fin se decidió por Los niños de la estación del zoo. Vio varios capítulos seguidos con el corazón en un puño, abrazada al perrito que yacía pegado a ella respirando rítmicamente desde el primero.
Sobre las 3:15 se acordó de que tenía un libro sin empezar. Abrió La sed para descubrir que le iba a durar lo que un suspiro. Paseó prendida de sus páginas por el cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires, hasta que, como suele pasar con las buenas historias, la realidad desapareció por completo y en ese lugar en el que nuestra conciencia es pura contemplación, la atrapó el sueño.
Despertó gritando a la vez que se quitaba de encima a un ser onírico que le había mordido el cuello. Miró la hora. Eran casi las 6. Se incorporó con cuidado de no molestar al perro. Casi olvida la llave al salir y podría haber encendido la luz con solo pulsar un botón, pero le parecía que la aventura perdería mucho encanto, así que cogió la linterna que guardaba para la emergencia que afortunadamente nunca llegaba.
Mientras atravesaba el pasillo el vampiro de la pesadilla volvió a asomar por un resquicio de su imaginación.
Esta vez le fue más difícil apartarlo.
¿Cómo se auto percibe quien puede ver a todo el mundo pero no a sí mismo? Reflexionó.
Se enganchó la manga con el picaporte del tercero C mientras concluía que eso nos pasa a todos a algún nivel, por ejemplo en lo que respecta a los defectos.
Subió el primer peldaño.
Olía a lluvia.
Se agarró fuerte a la barandilla.
Algo le rozó la pierna, dio un brinco, pero solo era un gato negro.
Desatrancó la puerta y usó una de sus zapatillas como tope. Olía a ozono. En la azotea reinaba un silencio absoluto, el suelo estaba mojado, y desde arriba el mundo parecía expectante, como si en cualquier momento se pudieran despertar todas las gárgolas de la ciudad y deleitarnos con un espectáculo aéreo.
Por fin se atrevió a mirar hacia arriba.
Ahí estaba, coronada de nubes desbravadas después de la tormenta.
De rosa solo tenía el nombre, pero de llena y de nueva, absolutamente todo.
Texto de Daniela Schiriak (@danielaschiriak)