Sólo valoramos lo que perdemos. Y sólo perdemos lo que no valoramos. El carácter paradójico de esta ley natural hace difícil que la lección cale hondo, y que aprendamos a cuidar lo que no queremos perder.
Así de caprichosa es la naturaleza humana. Por momentos, incluso ridícula. Un delicado equilibrio entre brillantez e inutilidad. Una alternancia natural e innegociable.
El drama de la inmigración no es nuevo. El discurso, tampoco. Las consecuencias y posibilidades, menos aún. El impulso que nos lleva a buscar nuevos caminos hacia nuevos horizontes es original en el ser humano. Es lo que nos hizo salir de la cueva en primer lugar. Es nuestra identidad última, verdadera. Nuestra razón de ser. Nuestra explicación y nuestra piedra fundacional. Our gift and our curse.
¿Cómo se puede justificar a un ser humano que pretende negar a un igual nacido bajo otro cielo su obsesión innata? ¿Cuán ignorante debe ser un individuo acerca de su propia historia para adoptar una posición de censura hacia el instinto vital del otro? ¿Cómo es posible que no se sienta reflejado en sus esfuerzos y anhelos ?
¿Cómo se justifican el racismo, los prejuicios y la ignorancia ?
Tan natural como nuestra necesidad de crecer y prosperar es nuestra tendencia a conservar y salvaguardar. El mismo impulso que nos lleva a emigrar en busca de mejores presagios nos obliga a proteger los frutos de nuestra cosecha.
Unos huyen en busca de algo mejor y otros se quedan donde están por el mismo motivo. Algunos quieren cambio y otros buscan poner trabas al progreso. Aún a costa de la agonía de otros. Así de fuerte es nuestro instinto de conservación.
Estoy seguro de que el supuesto racismo que algunos manifiestan a través de sus acciones o palabras se desvanecería tan pronto enfrentado a una serie de preguntas lógicas. En la mayoría de los casos, el racista no es racista. Las personas serán siempre personas. Y todos tenemos la capacidad de comprender los motivos de aquel que deja atrás su hogar. En busca de algo mejor, sí. Pero sin ninguna garantía de éxito. Más bien lo contrario. Lo único garantizado es la obligatoriedad de comprometerse con el sacrificio, y el desarrollo de una estima propia lo suficientemente fuerte como para separar mares, mover montañas o convertir el agua en vino.
En la mayoría de casos el racista no es racista sino continuista. Conservadurista. Status-quoista. Que no quiere que las cosas cambien, vaya. Que no me meneen mucho el tinglado. A duras penas entiendo lo que pasa, y a duras penas soy capaz de concebir qué podría pasar si alguien se atreviese a cambiar esta piedra por aquella otra. Pero sí que sé que me ha costado horrores llegar a donde estoy, donde quiera que sea. Y no tengo mayores intenciones de redefinir una situación que a duras penas he podido definir una vez.
El racista no es racista porque odie al negro, al marrón, al amarillo o al violeta. A fin de cuentas, es el primero que disfruta de la comida mexicana e italiana, la música americana o latina, o la moda africana. El racista simplemente quiere que las cosas no cambien. Es más un tema de estructura y diseño social. Y de esas lluvias, estos lodos. La discriminación y la desconfianza. La deliberadamente mal rematada integración social. Y los argumentos políticos que aprovechan la oportunidad como buitres que han evolucionado para detectar con solvencia la carroña.
Dos tendencias humanas innatas y enfrentadas. Una realidad de nuestros días, pero también un problema tan antiguo como la propia vida en civilización. Un defecto endémico, un cable mal pelado o una junta mal remachada en nuestro ADN. Un problema del que no nos podemos librar. Una dualidad que nos hace querer comprender y querer ignorar a la vez.
Una dualidad quebrada e inestable. Porque es evidente que una de las dos caras de la moneda conlleva un mayor riesgo potencial para la estabilidad de nuestro sistema moral.
Y es que esa tendencia a conservar lo que se tiene debería traducirse en un mayor mimo por eso que buscamos proteger de impertinentes visitantes y sus perversas intenciones. El que solo se preocupa de que las cosas nunca cambien es, de alguna manera, una anomalía evolutiva. Porque si enfrentamos estas dos energías contrapuestas – cambio y conservación – comprendemos que lo único que podemos conservar es nuestra habilidad para adaptarnos a los cambios. No hay nada que conservar si no somos capaces de cambiar para conseguir lo que hemos reconocido como ausente y necesario.
Va mucho más allá de comprender antecedentes históricos. De sentarnos a dirimir las etapas que se han ido sucediendo desde la primera pintada en las paredes de una cueva hasta la peregrinación de turistas que acuden a venerar el trabajo de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. No es un tema que se pueda solucionar por la vía política, ni siquiera social. Ni siquiera con educación e instrucción.
Es necesario quitar capas y escarbar profundo. Es cuestión de simplificar, y no de añadir a la complejidad.
El racismo no va de negar a otros una oportunidad basándonos en una serie de criterios arbitrarios. No va de mantener y conservar lo que con tanto esfuerzo se ha construido, porque para empezar no lo has construido tú. Va de no aceptar que el mundo no es como quieres que sea. Va de ver reflejado en la idiosincrasia del mundo tu evidente incapacidad para cambiar o conservar cosas. Va de no sentirte escuchado ni identificado por nadie ni con nada. En primera y última instancia, el racismo no va de otros. El racismo va de ti.
A veces sólo valoramos lo que perdemos. Y solo perdemos lo que no valoramos. Y nos cuesta tanto aprender de nuestra propia necedad. Es tan fácil olvidar y repetir antiguas estrategias.
Todos empezamos la carrera en diferentes posiciones de la pista, pero la carrera es la misma. La exigencia es la misma, el premio es el mismo, y la manera de correr es la misma. Pero algunas personas se pasan la vida intentando salir de los últimos puestos. Algunas personas nunca recibirán medalla.
Las medallas son un símbolo social. Una muestra del aprecio que la sociedad tiene por tus méritos. Y nos pasamos la vida buscando la adulación y la valoración externa. A fin de cuentas, somos animales sociales. Estamos codificados para ello.
Pero de lo que no nos hablan tanto es de la satisfacción del que corre y, aún sabiendo que nunca alcanzará medalla, sigue corriendo. Sigue corriendo aún sabiendo que ha empezado la carrera en una posición de desventaja. Donde cualquier otro abandonaría, él sigue corriendo.
Muchas personas no hablan del valor de la estima personal porque no tienen idea de qué carajo es eso. Y no es culpa suya. Tienen las manos llenas intentando entrar en el medallero social por diferentes vías. Y no es culpa suya. Están codificados para ello. Es lo que nos hizo salir de la cueva en el primer lugar.
Pero algunas personas saben de qué estoy hablando. Un tipo de estima personal capaz de separar mares, mover montañas o convertir el agua en vino. La voluntad del guerrero. Aquel que se levanta cuando cae y sigue peleando cuando va perdiendo. Aún con la certeza de la derrota, sigue peleando. Porque sabe cuál es su batalla. Su enemigo no es el otro. El que aprecia lo que no tiene y valora lo que conserva. El que busca el cambio. Y el que no odia al que odia. Porque él también estuvo ahí una vez.
Texto de Tarek Morales