«Mi buena opinión, una vez perdida, se pierde para siempre» twittea Jane Austen.
Le hago captura y va directa a mi historia de Instagram. Virginia Woolf sube una foto del mar, desde lo alto de un faro.
Edgar Allan Poe otra de su gato, Gabo un selfie entre el final de la civilización y una maraña de árboles: ubicación Macondo (digo, Aracataca).
Solo unos pocos leemos el texto de Oscar Wilde, pero la publicación tiene tropecientos likes porque esta vez lleva la melena recogida en un moño, y sus ojos parecen vernos por dentro desde el otro lado de la pantalla.
Alfonsina pone en su sitio a un machirulo que la quiere blanca, Emilia Pardo Bazán le deja un corazón morado, Antoine comparte un reel del cielo del Sahara.
Kafka hace un directo desde la subdelegación de gobierno quejándose de que solicitó hace meses la renovación del NIE y aún está así. Cortázar comparte una frase escrita en la hoja de un cuaderno. Hay una bolita verde y sonriente en el margen.
Hermann Hesse nunca ha tenido redes, a Zafón se las lleva un community manager, y Shakespeare está de capa caída desde que le lincharon por romantizar el amor, y el suicidio de unos adolescentes.
Yo, que de niña soñé con crecer tanto como ellos, ahora entiendo su magnitud. Los sigo a todos y me consuelan cuando no sirve ningún sinónimo, mientras maltrato las palabras para que quepan en un espacio tan pequeño como este y busco formas nuevas de decir lo de siempre.
Texto de Daniela Schiriak (@danielaschiriak)