El amor es una enfermedad. Un virus que se propaga destruyendo al individuo. Que obliga a compartir el yo. A desmenuzar nuestra existencia para venderla por partes. El amor nos convierte en mercancía subyugada a un valor subjetivo. Nuestra valía no depende de nosotros. Son otros ojos los que deciden quienes somos.
Eva Illouz en su libro Por qué duele el amor expone los cambios y las particularidades de nuestras relaciones amorosas desde el Siglo XIX hasta nuestros días. En este maravilloso ensayo sociológico sobre el amor observamos como el hecho de quererse no depende tanto de los individuos y su falsa sensación de libertad y libre elección como de las relaciones de poder y las estructuras económicas que imperan en la sociedad.
El amor es una cuestión de dinero. Una deuda, un sacrificio, una división. Exige con tesón que des algo a cambio. Que te ofrezcas. Que expongas tus características y las anuncies a los cuatro vientos. El rito amoroso exige una mercantilización completa del cuerpo y el yo. El amor se vacía. El deseo ya no forma parte de la relación amorosa. Puede existir deseo sin amor. Ya no hace falta pasar por el rito para disfrutar de nuestros cuerpos. El tiempo entre desear y conseguir lo deseado se acorta.
El amor es un nenúfar que nos sale del pecho. Un nenúfar que se ancla a los pulmones como si estos fuesen un lago y ahoga cada respiración de deseo y vida que tenemos. Por lo menos así lo simboliza Boris Vian en La espuma de los días. Boris Vian fue un novelista, ingeniero y músico de jazz (entre otras muchas cosas) de nacionalidad francesa. Su producción artística se concentra sobre todo en los años 40 en Paris, en un momento donde lo tradicional se enfrentaba con las nuevas vanguardias artísticas. Vian representaba la innovación alejada de cualquier tipo de compromiso. La espuma de los días, un fiel reflejo de esa innovación, se convirtió en un bestseller 20 años después de la muerte de su autor.
En la novela el amor idílico entre dos de los protagonistas (Colin y Chloé) se ve truncado por la aparición de una extraña enfermedad. Ese amor divino que sentían se humaniza. Se llena de pecado, se pervierte. Se transforma en un problema. Un nenúfar en el pecho de Chloé. Una flor preciosa en un pecho precioso. Lo bello que mata. El fin de la unión mágica entre amor, pasión y deseo.
Boris Vian representa perfectamente los cambios que expresa Eva Illouz cuando decide terminar con la idealización del amor mediante un hecho problemático que tiene que ver directamente con la relación amorosa. No hay algo externo que perturbe el amor sagrado entre los dos protagonistas, sino que son ellos mismos los que destruyen ese amor perfecto que les había traído la tan ansiada felicidad. Porque la aparición del nenúfar no es casual. Es una consecuencia por amar tanto, por quererse demasiado, por representar demasiado bien esa sacralización amorosa impulsada por las malas novelas de amor. Podríamos afirmar que su amor se acabó de tanto usarlo. Pero son jóvenes y, como Adán y Eva, una vez probado el paraíso desean volver a él. Así que Colin, al ver a su amor enfermo, decide hacer todo lo posible por extirpar ese maldito nenúfar del pecho de su amada. Un nenúfar que, amamantado por las titánicas ubres del tiempo, se hace cada vez más y más pesado, cada vez más y más grande.
En la novela el amor como enfermedad se intenta solucionar mediante el uso del dinero como panacea. Los protagonistas son jóvenes de clase media alta y están acostumbrados a poder comprar el mundo. ¿Por qué no iban a poder comprar la vuelta al paraíso, la muerte del nenúfar sibilino y, mediante su acercamiento al ideal platónico, recibir de nuevo el abrazo del amor divino? El nenúfar no podría soportar el poder omnipotente del capitalismo. Pero, por una, y quizá la última, vez el dinero no puede comprar lo más importante. Solo regala confort a Chloé. Una buena habitación, una buena cama, una buena almohada para soportar el peso (cada vez mayor) del amor mundano y perjudicial que se asienta en su pecho. No existe médico que sepa extirpar un nenúfar.
Cuando a las clases medias no les funciona el dinero para conseguir sus propósitos, se acuerdan de la existencia de la belleza como posible bálsamo para enfrentarse a sus problemas. La habitación de Chloé se convierte en un jardín. Un jardín que recuerda al paraíso perdido. A esa divinidad ya inalcanzable. A ese amor alejado de la enfermedad. Cada día Colin compra una nueva flor que deja morir cerca de Chloé. Quizá, por imitación o solidaridad, si una flor ve morir a otra flor también decida sucumbir. Quizá el dinero no sea la panacea, sino el cariño. El cariño de una naturaleza muerta, de un amor que se termina.
La espuma de los días es una novela pesimista por su irrealidad. Refleja un absurdo existencial que no tiene solución. Ni siquiera el amor nos puede salvar de la enfermedad de la vida. Como la espuma de las olas de mar que mueren ahogadas en las playas, la espuma de los días también se ahoga en nosotros. Porque todos tenemos un nenúfar en el pecho. Todos sufrimos la enfermedad. Todos deberíamos tener una habitación llena de flores para aliviar la carga. El peso de ser la espuma de la vida que muere en la nada. Se nos acabó la existencia de tanto usarla.
Texto de Andrei Cristian Medeleanu – Let’s Read About It. @lets.readaboutit