Cuando me preguntan de dónde vengo, me gusta decir que del país más Rollinga del mundo. Es en serio, no hay país más amante de los Rolling Stones que Argentina. Qué se iban a imaginar Mick Jagger, Keith Richards, Ron Wood y Charlie Watts que en este país del fin del mundo los iban a estar esperando con semejante fervor.
Vengo del país más Rollinga del mundo porque acá se grabaron muchas de las canciones en vivo de los Stones, con nosotros, los argentinos, delirando como público, pero sobre todo porque existe algo que no existe en ninguna otra parte del planeta: los rollingas.
Un rollinga es un ser que gusta mucho de la música de los Stones, por supuesto, pero hay mucho más atrás de eso, ser rollinga es una verdadera postura ante la vida.
Los rollingas nacieron en los noventas, cuando sonaba Voodoo Lounge y la devaluación del peso frente al dólar aún no había llegado. Entonces todas las bandas internacionales venían muchas veces al año a tocar a Argentina.
Interpreto que inventamos un mundo rollinga a partir de ese momento, pero probablemente, ya viniera desde antes, incluso desde los años ochenta. Quiero aclarar que hablo de “inventar” porque absolutamente ninguno de los elementos que forman parte de la esencia rollinga fueron jamás usados por Mick Jagger, ni se los vimos a Keith Richards, y eso es lo que hace aún más maravilloso este fenómeno. Soy de un país que se inventó una manera de ser Rolling Stone, adaptada a su presupuesto, imaginada, basada en el amor genuino a la música que le mueve el corazón. No se me ocurre algo más hermoso que eso.
Los rollingas de los noventas tenían un vestuario particular: zapatillas de lona celestes, marca Topper, remeras con la lengua de los Stones, calzas batik, y el ombligo al aire para las chicas y jardineros de jean para los varones. Había un rasgo particular que compartían todos, sin excepción de género: un flequillo recto, tipo hachazo, por arriba de las cejas, que les atravesaba la frente.
Es cierto que cada vez se empezaron a ver menos especímenes rollingas con el paso del tiempo. Los rollingas y los que coqueteábamos con serlo, ya no somos adolescentes. Sin embargo, jamás envejecimos. Cada vez que suena Start me Up renovamos nuestro pacto de juventud eterna con Keith Richards y volvemos a tener quince. Entonces comprobamos que sí, que todavía podemos imitar el aleteo de pollo, característico de Mick Jagger con los brazos apoyados en la cintura.
Un verdadero rollinga sabe bailar rocanrol como nadie, agita los brazos y revolea las piernas mientras con la mano sostiene un vaso de cerveza caliente sin derramar una sola gota, todo eso con un porro haciendo equilibrio en los labios. No lo intenten copiar – nadie es más sexy que un rollinga bailando.
Hoy el país más rollinga del mundo llora a Charlie Watts. Lo lloran todas las bandas de rock barrial nacidas y criadas escuchando Los Stones. Lo lloramos los que los vimos tocar en vivo y comprobamos que Charlie era siempre el que se llevaba el aplauso más largo. Lo lloran los músicos más elegantes, los yonkis y los abstemios. Lo lloran los que desbandan los recitales y rompen las vallas para pasar sin entradas, los que durmieron en la calle para entrar primeros al estadio, y también los que entramos últimos, cuando sonaban los tres primeros acordes de Satisfaction.
Charlie, tu muerte nos enfrentó a todos con la nuestra. Tu vida y la de tus compañeros, con los que tocaste por más de sesenta años, nos hicieron tener la certeza de que seríamos jóvenes para siempre. Jóvenes dos horas al año viéndolos en vivo o un ratito en casa, escuchando Some Girls. Cuando alguien me dijo que tenías 80 años pensé que nunca había reparado en tu edad, así como no reparo casi nunca en la mía. Se me olvida seguido que tenemos, nos guste o no, que lidiar con las leyes terrenales.
Hoy al país más rollinga del mundo le toca despedirte, y se siente un poco como estar en el final de una fiesta en la que prendieron las luces y sólo quedan vasos tirados. Te fuiste sin saludar, tan joven y tan viejo, like a Rolling Stone.
Texto de Gisela Monti, Bohemia Librería. @bohemia.libreria / @gisela.monti