John Kennedy Toole (1937 – 1969) fue un escritor americano que alcanza el estatus de autor de culto debido a su particular y tormentosa historia. A pesar de gozar del respeto y la apreciación de sus colegas de profesión gracias al evidente valor de su trabajo, Toole no llegó nunca a alcanzar repercusión en vida. Sumido en la depresión y la paranoia causada por este rechazo, el autor natural de Nueva Orleans se suicida a la temprana edad de 31 años. Más de una década después su memoria sería honrada de manera póstuma con el Premio Pulitzer en el año 1981 por su novela más destacada y pieza que nos ocupa hoy: A confederacy of dunces (La conjura de los necios).
La conjura de los necios ve la luz por primera vez en 1980, once años después del suicidio del escritor, y se convierte rápidamente en obra de culto y referencia dentro de la literatura moderna del peculiar y característico universo que es el sur de los Estados Unidos. En esta obra Toole nos presenta a uno de los personajes más entrañables e inolvidables de la literatura occidental moderna, y del género cómico y pícaro en particular – Ignatius J. Reilly – un personaje a la par genial y detestable, enamorado de sí mismo, crítico con el mundo y la sociedad hasta el extremo, y con una actitud soberbia y cómicamente arrogante y clasista, que tiene su origen en los cuidados de una madre que le sigue mimando como a un niño a pesar de estar ya bien entradito en años. Su manejo del lenguaje y su carácter melodramático combinan a la perfección para inventar a un personaje que queda grabado en la memoria del lector para siempre. El resto de personajes de la novela bailan alrededor del protagonista central en asombro, ofreciendo una contrapartida realista a las maneras e ideas de Ignatius que dotan a la novela de su único humor, y ejerciendo como amalgama ilustrativa de las más comunes personalidades y actitudes de la vibrante Nueva Orleans de principios del siglo pasado.
La vida de John Kennedy Toole es una digna de estudio – y con tal propósito le revisitaremos en el futuro. Se trata de una figura atormentada que buscó encontrar en la literatura una válvula de escape, un refugio a su sensibilidad y a la incertidumbre que creaban en él la sociedad y sus expectativas. El personaje de Ignatius J. Reilly parece tener mucho de su creador, ya que, en palabras de uno de sus amigos más cercanos:
Ken era una persona extraña. Era extrovertido y a la vez reservado – y eso es muy difícil. Tenía un fuerte deseo de ser reconocido, pero también una gran capacidad de alienación. Eso es lo que encontramos en Ignatius J. Reilly.
Toole presentó el primer boceto del libro a la editorial americana Simon & Schuster en 1964. Allí llegó a manos de Robert Gottlieb, uno de los editores principales que, a pesar de estar encantado con el ingenio y el humor de la obra, comunicó al escritor que el libro carecía de intención, de motivo – de una razón de ser, más allá del mero entretenimiento rematado de una manera que simule dar un hilo argumental a la historia. De esta manera, y manifestando su confianza en el talento de Toole y en su capacidad para revisar la novela, le encomienda que haga algunos cambios antes de ser aceptada y publicada. Esto da pie a un tira y afloja que se prolonga durante más de dos años entre editor y escritor, en el que Toole se mantiene firme en la idea de no revisar la obra de manera significativa, ni cambiar los rasgos de sus personajes, inspirados en personas reales del entorno y la vida del autor.
El rechazo – parcial – de su libro significa un duro golpe para la moral del escritor americano. John Kennedy Toole se convierte en una persona taciturna y paranoica, deja de lado la literatura y apenas sale de casa. Su deterioro físico, mental y emocional es evidente, y más pronunciado conforme pasa el tiempo y se acerca la fecha en que, tras escribir una nota de suicidio dirigida a sus padres, conduce su vehículo hasta un lugar apartado, y allí conecta una manguera que traspasa el humo desde el tubo de escape hasta el interior del coche por una de las ventanillas.
Como tantos otros grandes genios de la historia de la humanidad, Toole vivió cargando con los efectos de una devastadora sensación de fracaso y la constante auto-flagelación que ello conlleva. Toole vivió sus últimos años convencido de haber fallado en sus intentos por alcanzar reconocimiento, por ser escuchado, por lograr que su particular manera de ver el mundo encontrara eco en las vidas de otros. Toole tenía algo que contar al mundo, y vivió convencido de que al mundo simplemente no le importaba un carajo. Al menos no a las personas que podían abrirle los canales de comunicación con las masas. Sentía que, quizá, su talento no era tan singular como el consideraba. Como tantos otros, sólo la muerte fue capaz de alzarle a una posición de relevancia.
Por definición, el talento y la genialidad no pueden ser apreciados as they’re happening. En muchas ocasiones, en especial en el ámbito creativo, talento y genialidad son sinónimos de innovación y avance, de nuevas maneras de observar y hacer, de producir, de pensar, de actuar y de ser. Es justo que, dado su carácter transformador, sólo pueda ser apreciado por generaciones futuras – una vez que el grueso de la población, o al menos el grueso de los entendidos del tema en cuestión, haya sido capaz de llegar a la misma conclusión, y sea capaz de echar la vista atrás y rescatar los méritos de aquellos visionarios que ya lo tenían claro cuando nadie lo tenía claro.
El costumbrismo y la tradición son espacios seguros para la mayoría, y quedan pocos recursos para gestionar la novedad y el atrevimiento, chocantes y chirriantes por defecto. Muchos son, como decimos, los grandes genios que murieron sintiendo el rechazo de sus coetáneos y convencidos en su fracaso. En sus vidas hay un mensaje de esperanza para los creadores que les siguen, y también una lección de cómo funciona la cultura y a través de qué mecanismos se conforman sus elementos y referentes.
A John Kennedy Toole, como a Ignatius J. Reilly, le habría encantado gozar de la apreciación de sus semejantes. Quizá no tuvo la paciencia suficiente para recoger los frutos que sembró, o quizá esos frutos solo crecieron gracias a que la tierra fue abonada con la exaltación y la mística que sólo la muerte pueden aportar. En cualquier caso, para nosotros quedan sus palabras – y sólo podemos dar las gracias de que Toole se mantuviera fiel a ellas, aún pagando el más alto precio por ello.