Una vez más, la muerte es la protagonista de la semana en el mundo de la cultura. No cabe duda de que, si nos pusiéramos tontos, sería la notica del minuto – de cada minuto. Cada día alguien pierde a alguien. La muerte es la única certeza en la vida – la única meta, la única salida. Adquirimos una deuda con la muerte en el mismo momento en que nacemos, y debemos pagar con nuestra vida más tarde o más temprano. La vida es un préstamo. Nada ni nadie permanece. Al igual que el cambio es la única constante en la vida, la muerte es el fin último de todo ser vivo.
Pero estaremos de acuerdo en que hay maneras y maneras.
Si bien en vida no podemos elegir si queremos morir o no, ni cómo queremos morir, podemos elegir cómo queremos vivir. Aunque en este punto vale la pena tirar de cinismo y reconocer que, en la práctica, y por mucho que nos hayan querido engañar, querer no es poder. No siempre, al menos. Querer y proceder son parte innegociable del proceso, pero no son garantía de nada.
Luego viene la suerte, un elemento indescifrable e impredecible. La fortuna tiene derecho tanto a aliarse como a enemistarse con quien le antoje, cuando se le antoje, sin necesidad de dar mayores explicaciones. Además, no elegimos las circunstancias en las que nacemos. No elegimos nuestra realidad familiar, comunitaria, económica, política, intelectual o social.
Pero, dejando de lado estas nimiedades, volvamos al punto inicial de esta disertación – uno no puede elegir morir o no, ni cómo morir, pero si que puede elegir cómo vivir.
Pero, breve inciso – que diría alguno. Uno sí que puede, in fact, elegir cómo morir. ¿No? No es que podamos elegir entre un amplio abanico de opciones. No podemos elegir una muerte plácida e indolora, ni una trágica y espectacular, ni tirar de épica y exigir una muerte legendaria y grandilocuente. No, no podemos elegir cómo morir, pero podemos elegir morir. ¿No? ¿Acaso no es eso el suicidio? ¿Elegir morir? ¿Elegir cuando morir?
Bueno, esa es una manera de verlo. Defender esa posición sería situarse en línea con la tradición que concibe y conceptualiza el suicidio de una manera romántica. Como una alternativa noble a la vida. En algunos casos, como la única salida digna de la misma – véase el código del guerrero, un hilo conector que atraviesa transversalmente el globo y el tiempo y conecta a legionarios romanos con samuráis del imperio japonés o enfervorecidos cruzados que atraviesan Europa en el nombre de Dios. Pero sobre todo, esta tradición eleva la idea del suicidio hasta un altar de excelencia desde el que se entiende como el movimiento que otorga al humano las riendas de su destino.
Uno no puede decidir nacer. Uno no puede decidir cómo morir. Pero uno puede decidir no seguir viviendo. ¿No?
A fin de cuentas, los grandes genios de la historia que acabaron por ser víctimas de ellos mismos se cuentan por sacos. Hemingway, Cobain, Winehouse, van Gogh, Mishima – podríamos estar aquí una eternidad. Pero es que no estamos aquí para eso.
No, no estamos aquí para reivindicar el aspecto dramático y morbosamente atractivo del suicidio. No estamos aquí para celebrar el suicidio como un acto de valor que entrega al que se suicida las llaves de su destino.
No, no estamos aquí para defender que, si bien uno no puede decidir vivir o cómo morir, si que puede decidir cómo vivir y cuándo morir.
No. Hoy estamos aquí para defender que el suicidio no es decidir cuándo morir. La persona que se suicida, en la mayoría de los casos, ya estaba muerta.
Rara vez una persona se suicida a la primera. I mean, hay casos. Pero no es lo común. Normalmente, la persona que se ha suicidado ha ido lanzando señales, dejando pistas, plantando banderitas rojas, durante cierto tiempo. Rara vez llega por sorpresa y de sopetón, al menos no para aquellos con un mínimo de atención y empatía.
La persona que se suicida primero habla de ello y/o amenaza con suicidarse, y, en muchos casos, cuenta con un historial de intentos de suicidio. Manda cojones que sea precisamente esto lo que las personas utilizan para acusar a los que amagan con quitarse la vida de teatreros, dramáticos, o de querer llamar la atención. Sí, naturalmente que quiere llamar la atención.
¿Alguna vez has intentado matar a un diminuto insecto y has fallado a la primera ? ¿Qué reacción observas en el insecto? Esa ínfima criatura intenta salvar su vida por todos los medios. Entra en pánico, intenta huir, esconderse. Quizá, hasta luchar. Y estamos hablando de una hormiga o de un mosquito. Si una hormiga valora su vida de esa manera, ¿Cómo crees que está programado tu cerebro, complejo ser racional, después de millones y millones de años de cuidadoso diseño adaptativo, para aferrarte a la vida ?
Muchos son los que, tras afirmar que desearían quitarse de en medio, lucharían y patalearían de manera automática e inconsciente hacia su propia salvación en el hipotético caso de ser arrojados a una piscina con las piernas y los brazos atados. No permanecerían impasibles ante su inminente extinción. Nuestro cerebro primitivo lucharía por nosotros, por defender nuestro derecho a la existencia, incluso por encima de los supuestos deseos de nuestra mente consciente.
En esta línea, una persona no puede aguantar la respiración de manera voluntaria hasta la muerte – nuestro cerebro desconectaría automáticamente para protegernos de nuestra perniciosa agenda de auto destrucción, y nos desmayaríamos para recuperar el conocimiento más tarde, sanos y salvos.
Y es que cuando una persona se suicida, rara vez lo hace por puro y honesto desprecio a la vida, a sus circunstancias y a todo lo que contiene el mundo.
Cuando una persona se suicida, lo que quiere es matar una parte de sí misma. Un aspecto o región de nuestra personalidad que no nos ayuda – que, más bien, nos entorpece. Que ha crecido de manera insidiosa durante los años, a raíz de una serie de miedos y necesidades no admitidas y mucho menos resueltas, que se han amontonado como sedimento en un río hasta llegar a conformar una suerte de personalidad independiente.
Nosotros somos nosotros, y dentro de nosotros hay muchos nosotros, con muchas aspiraciones diferentes que, en muchos casos, no compaginan.
Esta es la complejidad de la condición humana. Esa que filósofos, poetas, artistas y científicos llevan intentando desentrañar desde el principio de los tiempos y que aún a duras penas somos siquiera capaces de delinear.
Verónica Forqué (1955 – 2021) fue, como todos saben, una actriz española de proyección internacional. Su salto a la fama como Chica Almodóvar allá por 1984 sería el comienzo de una trayectoria envidiable que la llevó a posicionarse como una de las actrices más reconocidas, apreciadas y queridas del panorama nacional. Con el paso de su carrera, Forqué se alejó progresivamente del celuloide para explorar sus capacidades en teatro o televisión, y siendo capaz de abarcar una variedad de personajes de todos los ámbitos, desde el drama hasta la siempre difícil comedia.
Y es que Verónica Forqué dotaba a sus personajes de un toque personal que sólo puede venir proyectado desde el interior del propio actor – la pasión que se aprecia en su manera de entender la vida y la profesión, y de relacionarse con los demás, era su sello de identidad. Ganadora de multitud de premios y reconocimientos otorgados por crítica y colegas de oficio, destacan los cinco Premios Goya, a las órdenes de algunos de los directores bandera del cine patrio, como Fernando Trueba (El año de las luces, 1986), Luis García Berlanga (Moros y Cristianos, 1987), o Pedro Almodóvar (Kika, 1994). La confianza de los grandes directores en Verónica Forqué es sólo una prueba más del valor de la actriz.
Verónica dedicó la última década a afianzarse como actriz referencia dentro del circuito de teatro español, además de protagonizar varias inmersiones en el siempre feroz mercado televisivo. La última de estas (última en ver la luz a fecha de redacción de este artículo – la actriz participaría en una serie para HBO MAX España titulada ‘Pobre diablo’ que verá la luz en el próximo año 2022) sería su reciente paso por el reality show de TVE Masterchef Celebrity. Durante el transcurso del mismo, la carismática actriz alternaría episodios de fuerza y entereza con momentos de tensión y estrés que, en última instancia, acabarían por desembocar en su abandono voluntario del programa.
Las redes sociales, siempre plagadas de voraces víboras que utilizan el escudo de la pantalla y el anonimato para vomitar sus más profundas frustraciones personales en forma de ataques, críticas y burlas hacia una de las figuras más respetadas del espacio artístico y audiovisual nacional por atreverse a dar un paso al frente y reconocer la propia vulnerabilidad, la propia incapacidad, la propia confusión. Para admitir que no hay fuerzas para continuar. Que no puede seguir siendo fuerte, o fingiendo serlo, durante más tiempo.
Hay quien dice que la prueba última de fortaleza es ser capaz de quitarse la careta y pedir ayuda – pero si atendemos a la manera en que algunas personas menosprecian la necesidad de ayuda ajena, cabe preguntarse por qué seguimos fallando en esto.
¿Por qué seguimos viendo reflejada nuestra propia incapacidad en la incapacidad ajena, hasta el punto de repudiar y rechazar al incapaz – rechazándonos, en realidad, a nosotros mismos por sabernos, en realidad y más allá de todo disfraz, incapaces ?
En la práctica totalidad de los casos, las personas no somos capaces de sobreponernos a nosotros mismos. Desde este punto de vista, pretender que las personas sean tolerantes con el dolor y el sufrimiento ajeno es una utopía.
Verónica Forqué se ha suicidado. Pero Verónica Forqué, por desgracia, estaba muerta antes de suicidarse. Todo comienza cuando una persona se queda sin herramientas para luchar contra sí misma. Cuando una persona ha vivido demasiado tiempo atenta a las cosas a las que no debía atender, o demasiado tiempo sin atender a las cosas que debía atender, o ambas a la vez – consciente o inconscientemente. Y entonces la persona empieza a pedir auxilio – consciente o inconscientemente.
Porque nadie quiere morir. Ni siquiera el que afirma que quiere morir quiere morir. Al menos, no de verdad – no realmente. La mente se enferma, de la misma manera que lo hace el cuerpo, y, de la misma forma en que la función de nuestros riñones o nuestros pulmones puede verse entorpecida a causa de los malos hábitos, también la mente puede producir pensamientos auto destructivos o dañinos que parecen atentar contra nosotros.
Es complicado imaginar cuáles son las causas detrás de un suicidio para todo aquel que no sea parte del sistema íntimo de una persona – e, incluso en esos casos, puede llegar a ser un misterioso jeroglífico imposible de descifrar. Es por esto que no elucubraremos aquí sobre cuáles podrían ser los motivos que llevaron a la encantadora actriz hacia su triste final.
Diremos sólo a este respecto que elementos como el envejecimiento y el paso del tiempo, la pérdida de autoestima que puede derivar de la salud o del aspecto físico, el deterioro en las propias capacidades profesionales y los caprichos de la misma profesión, en este caso más proclive a albergar a jóvenes talentos, o la falta de capacidad para establecer nuevas metas personales, emocionales o profesionales, o para controlar las propias expectativas, pueden haber jugado un papel en la muerte de Verónica Forqué.
En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de la escasa preparación para la muerte con la que contamos nosotros, los miembros sociedades del mundo occidental. En una era carente de referentes espirituales – carente incluso de influencia espiritual – hemos levantado una enorme cantidad de falsos ídolos que no serán capaces de sostenernos cuando el peso de lo inevitable nos tumbe y nos siente de culo. Y una de las maneras en las que apreciamos esta falta de capacidad para ir más allá de las cosas y para hablar de ello sin creer caer en el ridículo más absoluto es en la manera en que tratamos, aún hoy en día, el tema de la salud mental.
Dicen que si vives en el pasado, vives con depresión – y si vives en el futuro, vives con ansiedad. Y no es necesario puntualizar cómo la sociedad de consumo nos empuja deliberadamente hacia un caso u otro con sus continuas embestidas. De las preocupaciones por nuestro futuro económico o profesional, a la nostalgia de tiempos pasados mejores – un vaivén incontrolable en el que nosotros vamos de lado a lado, de arriba a abajo, como en una noria que alterna continuamente su dirección y velocidad. Como en una montaña rusa, coño.
Verónica Forqué vivía en depresión. Vivía en el pasado. En la certeza de que algún tiempo pasado fue mejor. De que los mejores días habían pasado. Es una posición horrible en la que estar. Pero es una posición en la que todos acabaremos, si seguimos avanzando por las líneas que delimitan el camino que este modelo social ha pavimentado para nosotros – como parejas que buscan muebles para adornar su nueva casa siguiendo las flechas dentro de Ikea.
Un mundo adornado y lleno de cosas interesantes que poco a poco vamos dejando atrás. Del que poco a poco vamos despertando. Para encontrar muy poco, o nada, en su lugar. Ahí empieza la vida. El segundo acto. La vida al margen de las normas o las ideas de los demás. Un mundo que debes empezar a crear pronto, si no lo estás haciendo aún. Ya. Antes de que sea demasiado tarde.
Verónica fue víctima de su tiempo. Víctima también de sí misma. Víctima de una sociedad que no se preocupa por los que salen, solo por los que se quedan. Verónica pidió ayuda y se quitó la máscara (la careta con la que los actores de la Antigua Grecia actuaban tenía un nombre; persona … A buen entendedor … ) en público. Verónica no buscaba llamar la atención, ni estaba loca. Verónica quería vivir – Verónica amaba la vida, como se puede apreciar con facilidad con sólo escucharla. Verónica no quería morir. Pero Verónica acabó por quitarse la vida.
Que su muerte, como la de otros tantos, no sea en vano. Que no caiga en saco roto. Que sirva para que aprendamos algo acerca de nosotros mismos.
DEP.
Texto de Tarek Morales