Séptimo Arte

Filmografía recomendada: La Haine (El Odio)

Quizá haya escuchado alguna vez esa metáfora acerca de los peligros de la pasividad y el apego a la zona de confort. Esa que presenta la idea de una rana en el interior de una olla llena de agua, con el tamaño suficiente para que el bicho pueda esparcirse. Esa olla está al fuego, y la temperatura del agua comienza a elevarse poco a poco. A un ritmo lo suficientemente discreto como para que la rana no sea capaz de percibirlo como una amenaza. El aumento progresivo de la temperatura no ejerce como alerta para el anfibio. La rana continua nadando de manera apacible, ignorante de que pronto será demasiado tarde.

El sistema interno del animal debe acomodarse al calor de su entorno, y gasta energía para poder mantenerse dentro de unos niveles de temperatura corporal aceptables. La rana no es capaz de detectar el peligro y reconocer la situación como potencialmente mortal hasta que el agua ha alcanzado un punto próximo a la ebullición. Entonces, el pobre animalito intenta escapar de la olla. Pero se encuentra con que sus fuerzas han flaqueado de manera terrible después de haber gastado tanta energía para mantenerse fresca.

La rana queda atrapada dentro de la olla, y es cocida viva. Dentro de la misma olla de la que podría haber saltado sin esfuerzo alguno apenas unos minutos atrás, antes de librar la sigilosa batalla contra las inclemencias que presenta el entorno de manera insidiosa.

Mathieu Kassovitz (1967) nos plantea una metáfora similar al comienzo del film de culto La Haine (El Odio en español), estrenado en el año 1995. Ya desde entonces (y desde mucho antes, si somos francos) muchos han sido conscientes de los inminentes peligros que se ciernen sobre nuestra sociedad. Las amenazas que caen sobre nuestro estado del bienestar si nos empeñamos en ignorar las banderas rojas que encontramos a poco que comenzamos a analizar la estructura misma de nuestra forma de vida.

El director francés nos propone en La Haine la idea de una persona cayendo al vacío en picado. Quizá desde lo alto de unos de esos flamantes rascacielos con los que nos hemos empeñado en decorar nuestras capitales. Una persona ajena a lo que le está sucediendo. Sin haber sentido aún el impacto. Sin la mas remota idea de la proximidad del impacto. Avanzando por el mundo a una velocidad tal que no le permite siquiera girar la cabeza hacia los lados para entender un poco de lo que está pasando.

Una persona que, ignorante del peligro causado por su propia y concienzuda decadencia, se repite a sí misma «de momento, todo va bien … de momento, todo va bien».

Una persona ignorante. Aunque, bien pensado, quizá no tan ignorante. Quizá la palabra no sea tanto ignorancia. La ignorancia viene siempre acompañada de ese elemento que actúa como disfraz de la ignorancia. Como estorbo o zancadilla a la mejora, pues la ignorancia nunca es consciente de que es ignorante. Esta persona, quizá, no sea ajena al hecho de que está cayendo en picado. Ni a sus causas, o a sus consecuencias.

Quizá esta persona adopta una actitud despreocupada ante el impacto. Una humilde aceptación de lo inevitable. O, quizá, un deseo de poner fin a un viaje que nos sacude y nos marea, obligándonos a colocarnos a nosotros mismos en situaciones que odiamos, a veces, y otras veces colocándonos allí por caprichos del viaje per se. Pero siempre y en cualquier caso haciendo muchas cosas que no deseamos para conseguir resultados que, a la hora de la verdad, tampoco nos importan tanto.

En La Haine, Kassovitz compara este suicida/accidentado, no lo sabemos, con nuestra sociedad occidental. Vacía de símbolos que unifiquen y den sentido a las expectativas de futuro heredadas. Vacía ya del impulso vital y del vigor que la construyó en el primer lugar. Es difícil valorar lo que uno no ha construido. Es difícil valorar lo que hemos recibido, heredado, aceptado porque nos han dicho que tenemos que aceptarlo, pero sin una apreciación real de lo que tenemos entre manos. Porque no se puede apreciar lo que no hemos elegido. Aunque sea un tesoro. Porque el valor de las cosas nunca puede ser impuesto sobre nosotros. Al menos no de manera perdurable y efectiva.

En una sociedad creada más para disfrutar que para garantizar el disfrute, la semilla del odio encuentra un campo fértil para desarrollarse y engendrar los más diversos especímenes de tendencias nocivas para todos. La brecha social, la desconfianza en las instituciones, la pérdida de fe en las personas. Comunidades formadas por desconocidos. Frustración, incertidumbre, recelos. Nos han dado este mundo, pero no nos han enseñado a usarlo.

La Haine es una historia de barrio. Nos sitúa en el corazón de París. En uno de sus muchos guetos, donde comunidades de inmigrantes deliberadamente mal integradas hacen vida al margen del pomposo lujo de la ciudad del amor, y nos lleva en un recorrido de tan sólo 24 horas por la vida de sus protagonistas.

Jóvenes y preocupados, aunque no lo pueden transmitir. El desasosiego de no encajar, de no tener donde ir, de no ver la jugada clara. Los prejuicios, los estigmas, las cruces que tenemos que cargar. Nuestra historia elegida y la no elegida también. Nuestra herencia. La imposibilidad de relacionarnos de manera honesta en un terreno de juego mentiroso y lleno de trampas. Cómo nos puede cambiar la vida en un sólo día. El día menos pensado.

Aunque quizá, si revisamos bien, si somos sinceros, si que lo podríamos haber visto venir. Entonces, la vida no cambia en un sólo día. Lo que pasa es que el cambio se materializa en un sólo día. Llega a colación. Pero ya se venía fraguando de lejos. Una persona cae al vacío. De momento, todo va bien.

Cabe destacar de nuevo que La Haine es una producción de la década de los noventa. Antes de la revolución tecnológica que nos ha entregado el smartphone, las redes sociales y las hordas de creadores de contenido. Cambia el vehículo, pero la carretera es la misma. Y el mapa de camino, también, aunque ahora lo consultes por GPS y no en una hoja de papel doblado en ocho partes iguales que guardas en la guantera. De la división al individualismo, y de ahí al tribalismo. Principios olvidados en favor de ídolos huecos, que flotan y son arrastrados por la marea de las modas y la rabiosa y entretenida actualidad.

Protagonizada por Vincent CasselHubert Koundé y Saïd Taghmaoui, La Haine es tan sólo el segundo largometraje como director de un Kassovitz que se alzó con el Premio a Mejor Director del Festival de Cannes de 1995, entre otra plétora de galardones del cine europeo muy merecidos. Aclamada por la crítica desde el minuto uno, estamos ante uno de esas películas atemporales que contienen la esencia de una generación, y, a la vez, una universalidad temática que la coloca directamente en la categoría de obras maestras del séptimo arte.

Una llamada de alerta, un grito de auxilio. Alguien cae al vacío. Una metáfora de nuestra sociedad. En formato no destinado a entretener sino a conmocionar. Un guion original, animal en peligro de extinción. Una historia que no se vale de atrezo ni adornos innecesarios para contar una verdad evidente. Una que todos sabemos. Pero que nos negamos a reconocer. Porque, de momento, todo va bien.

Texto de Tarek Morales.

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